Hoy Nagua amanece con un silencio distinto.
Wellington
Lewis Anderson nació en Samaná un 20 de febrero de 1933 y se forjó entre Las
Pascualas, los libros y la determinación de enseñar. Lo vimos levantar liceos
donde no había aulas, cerrar prostíbulos para abrir canchas, y creer —con una
fe inquebrantable— que la dignidad de un pueblo se construye a golpe de
educación y ejemplo.
En
sus clases, no solo enseñaba inglés o historia: enseñaba a pararse derecho, a
mirar de frente, a no vender la conciencia. Su vida fue un mapa de servicio:
fundador de colegios, primer presidente del Club Rotario en Nagua, coordinador
de Educación Ciudadana… pero, sobre todo, maestro de vida para generaciones.
Hoy,
cada exalumno, cada amigo, cada colega, lleva dentro una chispa que él
encendió. Y esa es la prueba de que su legado no cabe en una lápida, sino en
las manos que siguen escribiendo, enseñando y construyendo.
Don
Wellington se ha ido, pero deja a Nagua un testamento invisible: que nadie se
conforme con la ignorancia, que la moral sea bandera y que la educación sea la
herencia más valiosa.