No fui como crítico.
No fui como alguien que “evalúa”.
Fui como un espectador sencillo, me senté en silencio… y
salí profundamente agradecido.
Desde la Iglesia Metodista Libre de Nagua, un
grupo de jóvenes presentó el musical Camino a Belén, una obra que revive
la historia del Gran Rey, una historia que el mundo ha contado en grandes
teatros y en el cine, pero que anoche fue contada con alma, con verdad y
con una entrega que no se puede fingir.
Más de 30 jóvenes —en producción, preproducción,
técnica, iluminación, caracterización, canto, danza y actuación— se unieron
como un solo cuerpo. Cada uno hizo su parte. Nadie brilló solo. Nadie se
impuso. Todos sirvieron.
Y cuando eso ocurre, sucede algo que no se aprende en libros: aparece la
gracia.
Salí maravillado.
No solo por el mensaje espiritual propio de esta fecha.
No solo por la música en vivo, que fue impecable.
No solo por la interpretación, la voz, la danza, la caracterización —que fue un
verdadero gozo—.
Sino por ver una generación trabajando con propósito, entendiendo que
sus dones no son para exhibirse, sino para edificar.
Y ahí comprendí algo que había olvidado.
El apóstol Pablo escribió:
“Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el mismo
Espíritu.
Y hay diversidad de ministerios, pero el mismo Señor.”
(1 Corintios 12:4–5)
Anoche vi ese texto hecho carne.
El don del que canta, el del que ilumina, el del que organiza, el del que
interpreta, el del que sirve detrás del telón… todos necesarios. Ninguno menor.
Ninguno sobrante.
Pablo también dice:
“Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos
miembros… así también Cristo.”
(1 Corintios 12:12)
Eso fue Camino a Belén: un cuerpo funcionando en
armonía.
Y lo confieso con humildad:
de esta experiencia nació en mí el deseo sincero de volver a congregarme.
Porque a veces uno se enfría.
A veces uno se distancia.
A veces la fe se vuelve silenciosa…
hasta que Dios te habla no con un sermón, sino con el testimonio vivo de
otros.
Ver a estos jóvenes me recordó por qué la Palabra también
nos exhorta:
“No dejando de congregarnos, como algunos tienen por
costumbre, sino exhortándonos unos a otros.”
(Hebreos 10:25)
Congregarse no es solo asistir.
Es participar del don del otro.
Es dejar que la fe ajena te levante cuando la tuya está cansada.
Hoy quiero felicitar, honrar y agradecer a cada
joven involucrado en este proyecto. Su trabajo no fue pequeño. Fue grande. Y
fue hecho con excelencia, pero sobre todo con espíritu.
Y quiero hacer un llamado sincero a las juventudes de todas
las denominaciones:
integrarse, crear, servir, atreverse. La iglesia no es un edificio; es un
taller de dones, un espacio donde Dios sigue formando líderes, artistas,
servidores y corazones firmes.
Los jóvenes no son solo el futuro.
Son el presente y la esperanza viva de nuestra humanidad.
Y si nosotros —los adultos, los que observamos, los que
ya caminamos más trecho— no los apoyamos, no los acompañamos y no los animamos,
estaremos fallando a nuestra responsabilidad.
Anoche, en Nagua, no vi solo un musical.
Vi fe en acción.
Vi esperanza organizada.
Vi el Evangelio manifestado con excelencia.
Y por eso aplaudo de pie.
Porque cuando se hacen las cosas bien, cuando se hacen con amor y con
propósito, Dios se hace presente.
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Historias con alma. Textos que permanecen.


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