Por Rafael Enrique Correa
Tomándome una taza de café en la Galería de Ricuras de
Doña Esperanza, entre el murmullo de los amigos y el aroma del café recién
colado, surgió una conversación tan cotidiana como profunda: En la República Dominicana, solemos aplaudir con
entusiasmo cuando alguien de escasos recursos logra salir adelante, pero ¿Por
qué nos cuesta reconocer el esfuerzo de quienes, aun viniendo de familias
acomodadas, también luchan por superarse?
A primera vista, parecería un simple tema de percepción.
Pero en el fondo, revela una de las grietas más invisibles de nuestra
cultura: cómo medimos el mérito según el punto de partida.
Dejemos esto claro: La humildad no
es pobreza.
La pobreza es una condición material; la humildad, una virtud del alma.
Puedes nacer con poco y ser arrogante, o tenerlo todo y
conservar la sencillez.
La humildad no se mide por la ropa ni por el tono de voz, sino por la capacidad
de reconocer que nadie es más ni menos que tú; que todos tenemos algo que
aprender y algo que enseñar.
Ser humilde es mantener los pies firmes en la tierra
aunque la vida te eleve,
y el corazón limpio aunque otros se ensucien por orgullo.
La cultura del
sufrimiento como medalla
En este país, tenemos una devoción casi sagrada por el que
“sale del barrio”, por el que estudió con hambre, por el que trabajó de día y
se graduó de noche. Lo vemos como un héroe popular que venció la adversidad a
base de coraje y fe.
Y es cierto: Hay grandeza en esa historia. Pero también hemos aprendido, sin
darnos cuenta, a romantizar el sufrimiento.
En nuestro inconsciente colectivo, el dolor se ha
convertido en prueba de autenticidad, y el éxito sin sacrificio visible parece
sospechoso.
Así, el que nació en una familia estable y decide prepararse, esforzarse y
lograr cosas, suele ser visto como alguien que “no hizo tanto”, porque “ya lo
tenía todo”.
Sin embargo, pensemos en dos jóvenes distintos:
Uno, criado en un barrio humilde, que a fuerza de voluntad logra convertirse en
médico.
Otro, hijo de un empresario, que pudiendo heredar comodidad, elige servir como
maestro en una escuela pública.
Ambos están desafiando su entorno: Uno, al subir; el otro, al no dejarse
arrastrar por la comodidad.
Y ahí, sin notarlo, cometemos una injusticia silenciosa:
Desvalorizar un tipo de esfuerzo que también requiere voluntad, disciplina y
propósito.
El otro esfuerzo que nadie ve
Desde la psicología, quien crece en la carencia se mueve
por necesidad: Si no trabaja, no come; si no estudia, no avanza. Su
motor es la supervivencia.
Pero quien nace con cierta comodidad enfrenta otro tipo de lucha: La del
sentido.
Cuando las necesidades básicas están cubiertas, el reto es encontrar una
razón real para esforzarse, un propósito que justifique levantarse cada
día.
Como explica Abraham Maslow, una vez satisfechas
las necesidades primarias, el ser humano busca trascender, autorrealizarse,
dejar huella.
Ese impulso también exige carácter. No lucha contra el hambre, sino contra la
apatía, el vacío y la comparación. Es
una batalla interior, sin testigos ni aplausos.
Dos motores diferentes, una misma carrera
Si lo miramos desde la psicología social, ambos caminos
son igualmente válidos, aunque distintos en su naturaleza.
- El que
viene de abajo corre por sobrevivir.
- El que
viene de arriba corre por trascender.
Uno busca estabilidad; el otro, significado.
Pero ambos enfrentan una misma fuerza invisible: La tentación de rendirse, de
quedarse en lo cómodo, de no dar más de sí.
Y en esa resistencia diaria —en esa decisión de seguir avanzando aunque no haga
falta o aunque duela— es donde nace el verdadero mérito.
Un
cambio de mirada
Como sociedad, necesitamos dejar de medir el valor de una
persona por su punto de partida y comenzar a mirar su trayectoria interior.
No es solo de dónde vienes, sino qué haces con lo que tienes.
El esfuerzo no se valida por el hambre que pasaste, sino por la disciplina que
sostienes.
Porque en el fondo, la grandeza no distingue clases sociales: Nace del
carácter.
Reflexión final
En esta tierra donde el sudor se respeta más que el
silencio, tal vez ha llegado la hora de reconocer que todo esfuerzo
consciente tiene mérito.
Que tanto el joven del barrio que lucha por cambiar su destino, como el que
creció entre comodidades pero se niega a vivir sin propósito, están movidos por
un mismo deseo: Ser útiles, ser dignos, dejar algo mejor de lo que
encontraron.
Y cuando aprendamos a aplaudir eso sin prejuicios,
habremos dado un paso grande, no solo como individuos, sino como nación, hacia
una República Dominicana más justa, más empática y más humana.
Sobre el autor

Rafael Enrique Correa
Comunicador y estudiante de Psicología Clínica.
Desde su experiencia en los medios y su formación en psicología, Rafael explora los cambios mentales, emocionales y sociales de la era digital. Su trabajo busca unir generaciones a través del entendimiento y la empatía, recordando que el conocimiento sin amor se vuelve ruido, pero el amor con conocimiento se convierte en guía.
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