He visto imágenes que me han estremecido: Migrantes haitianos sin documentos corriendo por miedo, y dominicanos siguiéndolos con un celular como si se tratara de un espectáculo improvisado en plena calle. No estaban grabando para informar. Estaban grabando para entretener, para viralizar, para convertir la angustia humana en moneda digital. Y en esa línea tan delgada entre mirar y capturar, algo profundo se nos está deshaciendo entre los dedos.
No hablo aquí de
política migratoria; ese es el terreno del Estado. Hablo de algo más íntimo,
más revelador: La manera en que tratamos
al vulnerable cuando tenemos una cámara en la mano. Hablo del instante
en que la dignidad deja de ser principio para convertirse en contenido.
Nuestra Constitución
—esa que a veces citamos sin sentir— lo expresa con claridad moral: La dignidad humana es inviolable. Un ser
humano no es material audiovisual. No es un clip. No es un título para un canal.
La dignidad no se captura: Se respeta. Y sin embargo, la estamos subastando al
mejor postor de vistas, likes y monetización.
Hay un error muy común,
casi ingenuo: Creer que YouTube es territorio neutral, que al subir algo allí,
la responsabilidad se disuelve. Pero no existe frontera digital que borre un
acto cometido en suelo dominicano. Todo contenido grabado aquí responde a
nuestras leyes: Las que protegen la intimidad, las que sancionan la exposición
indebida, las que defienden a quien menos poder tiene en la sociedad.
Lo que me inquieta no es
solo lo que ocurre, sino lo que no ocurre. La ausencia. El
silencio institucional.
Espectáculos Públicos, Cultura, el Ministerio Público… ¿En qué momento
renunciaron a su papel de guardianes simbólicos de nuestra convivencia? ¿Cuándo
decidimos que la crueldad era un entretenimiento legítimo? ¿Cuándo dejamos de
distinguir entre contenido y violencia?
Y sin embargo, la
consecuencia más peligrosa no está en la ley, sino en el espejo. Porque esta
conducta tiene un costo que trasciende fronteras. Somos un país que vive del
mundo que nos mira: Del turista que confía, del inversionista que apuesta, de
la hospitalidad que nos define. Y hoy arriesgamos que nuestra reputación se
manche por nuestro propio descuido moral. Las imágenes viajan. Las etiquetas se
adhieren. La deshumanización no necesita pasaporte para cruzar océanos.
Pero hay algo aún más
profundo. Algo que toca fibras íntimas: Millones
de dominicanos viven fuera. Muchos conocen el miedo, la incertidumbre, la falta
de papeles. Muchos han corrido también. Y pienso:
Si mañana se viralizara en Nueva York un video de dominicanos siendo
perseguidos, humillados, grabados para burla pública… ¿Cuánto tardaríamos en
encender el país? ¿Cuánto tardaríamos en exigir respeto? ¿Cuánto tardaríamos en recordar que también
somos migrantes?
Lo que no queremos que
le hagan a un dominicano afuera, no se lo hagamos a ningún ser humano aquí.
Esa es la ley más profunda: La que se escribe en la conciencia antes que en
cualquier código.
Lo digo con el peso de
los años en comunicación: El buen periodismo no destruye, no expone, no hiere.
El buen periodismo ilumina, acompaña, humaniza. Lo demás es ruido. Lo demás es
basura envuelta en “trending”. Lo demás es violencia con música de fondo.
Por eso hoy levanto la
voz. No para dividir, sino para recordar. Para pedir que las instituciones
cumplan su papel. Para invitar a los gremios a recuperar el honor de la
comunicación. Para recordarnos que un país es tan fuerte como la forma en que
cuida a quienes menos pueden defenderse.
República Dominicana es
un país inmenso en corazón y en capacidad de amar. No abandonemos esa herencia.
No reduzcamos nuestra humanidad al tamaño de una pantalla. No permitamos que la
indiferencia se convierta en costumbre.
Porque, al final, lo que
está en juego no es un video.
Es quiénes somos cuando nadie
nos obliga a ser mejores.
Es cómo tratamos al más frágil
cuando nadie nos está mirando.
Es el alma misma de la sociedad que queremos dejar a los que vienen detrás.
Gracias por leerme.
Y ojalá este mensaje no se quede en palabras, sino en conciencia.
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